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James Mark Baldwin (1861-1934) y la perspectiva genética

«Genética» se refiere aquí a génesis (origen y desarrollo), no a genes.

En cierto sentido, la psicología funcionalista es en sí misma genética por naturaleza, en tanto en cuanto se ocupa del desarrollo de las capacidades (funciones) psicológicas. Pero probablemente fue Baldwin quien más lejos llevó esa identificación.

Baldwin trabajó como profesor en las universidades de Lake Forest (Illinois), Toronto, Princeton y Johns Hopkins (Baltimore), y pasó los últimos veintidós años de su vida en París, donde dio clases en la Escuela de Altos Estudios. Su obra constituyó quizá el esfuerzo más ambicioso por elaborar un sistema teórico psicológico de corte funcionalista y genético, tomando este último término —insistimos— como referido a la génesis y no a los genes.

En efecto, si algo cruzaba toda la obra de Baldwin era la perspectiva genética. Desde su punto de vista, ningún tipo de actividad psicológica podía entenderse reduciéndola a causas subyacentes o mecanismos biológicos o ambientales que la produjeran. La actividad psicológica posee una lógica propia, de manera que la única clase de explicación psicológica que tiene sentido es la que se fija en el desarrollo secuencial, a lo largo del tiempo, de las diversas formas de actividad del sujeto, desde las más simples (reflejos, percepción...) hasta las más complejas (reflexión, pensamiento...). Las funciones psicológicas más complejas se construyen sobre las más simples pero no se reducen a ellas, sino que implican transformaciones, novedades.

Estas novedades son correlativas a novedades que surgen en el medio al que se está adaptando el sujeto. Desde luego, la adaptación no es pasiva, sino condicionada por lo que el propio sujeto hace. Y, especialmente en las especies superiores, como la humana, la actividad no es solitaria, sino social: los individuos actúan tanto como interactúan entre sí.

La lógica genética. La lógica genética poseía, para Baldwin, dos sentidos. En primer lugar, se refería a lo que acabamos de indicar: que lo psicológico tiene un funcionamiento específico, irreductible, que debe estudiarse de acuerdo con su desarrollo a lo largo del tiempo. En segundo lugar —y aquí es donde el propio Baldwin (1906-11) utilizaba la expresión «lógica genética»—, se refería al conjunto del conocimiento humano interpretado en clave psicológica. Baldwin es uno de los padres del constructivismo (al que dedicaremos el último tema) y como tal pensaba que la realidad es una construcción; en concreto, una construcción realizada —objetivada— a través de la actividad de los sujetos. Pues bien, la lógica genética es la exposición completa de todos los resultados objetivados de la actividad humana a lo largo de la historia, plasmados en el arte, la ciencia y los demás productos culturales. Además, para Baldwin, la secuencia histórica de surgimiento de esos productos de la actividad colectiva se reproduce parcialmente en el desarrollo de cada sujeto individual, es decir, en la ontogénesis. Aquí Baldwin estaba utilizando una versión moderada de la teoría de la recapitulación, que había sido sistematizada en 1866 por el biólogo alemán Ernst Haeckel (1834-1919). Según esta teoría, la ontogenia (u ontogénesis) resume la filogenia (o filogénesis). Dicho de otro modo, el desarrollo morfológico de cada individuo atraviesa las mismas etapas que a lo largo de la evolución atravesó la especie a la que pertenece. Muchos autores de finales del siglo XIX aplicaban la teoría de la recapitulación a la psicología y suponían que el desarrollo psicológico individual seguía los mismos pasos que había seguido el de la especie humana.

Huelga subrayar que Baldwin era antimecanicista. Consideraba que el mecanicismo confunde las explicaciones psicológicas con las físicas y conlleva, por ende, la desaparición de la psicología. El único formato posible de la explicación psicológica es el que describe la génesis de las funciones psicológicas.

Baldwin elaboró su versión del funcionalismo tomando ideas del evolucionismo y confrontando las suyas propias con las de autores como William James. Su perspectiva genética incorporaba asimismo ideas de algunos autores franceses como Théodule Ribot (1939-1916). En lo tocante a la ontogénesis, tal perspectiva fue afinada gracias a la observación del comportamiento de su hija Helen, nacida en 1889. Baldwin resaltaba el hecho de que los niños pequeños se relacionan con su entorno de una forma muy directa, a través de la acción. Al comienzo de su carrera, interpretó ese hecho mediante un principio muy similar al de la teoría motora de la conciencia: la «dinamogénesis», según la cual los contenidos mentales tienden a convertirse inmediatamente en acciones (Baldwin, 1891). Este principio se relacionaba con las ideas de psicólogos franceses como Pierre Janet (18591947), quienes la usaban —no necesariamente con el mismo nombre— para explicar fenómenos psicopatológicos y de sugestión e hipnosis.

La reacción circular. Pero Baldwin fue poniendo un énfasis cada vez mayor en que la dinamogénesis no es un principio estático. Evoluciona y se transforma conforme el niño crece. Baldwin (1895) teorizó ese hecho recurriendo al concepto de «reacción circular», que unas décadas después sería bastante conocido gracias al uso que haría de él Jean Piaget, a quien trataremos en el último tema. Mediante la reacción circular Baldwin definía lo que es una función psicológica en un sentido genérico. Básicamente, una reacción circular es una acción que se repite hasta que se satisface una necesidad del organismo. Si esa necesidad queda satisfecha, la acción cesa aunque el estímulo que la produce permanezca; si no, se mantiene aunque el estímulo desaparezca (un ejemplo de esto lo tenemos en el bebé que sigue succionando unos segundos después de que se le quite el pezón). No hay, por tanto, una relación mecánica o simétrica entre estímulo y respuesta.

Pero, además, tanto filogenética como ontogenéticamente las reacciones circulares se desarrollan y van ganando en complejidad. Las acciones no se repiten idénticas a sí mismas, sino con variaciones. Las variaciones permiten al sujeto entrar en contacto con nuevas dimensiones de los objetos y ello, a su vez, sugiere nuevas variaciones. Este proceso de desarrollo se vuelve cada vez más complejo y pronto incluye una relación jerárquica entre diferentes tipos de reacción circular. Las distintas acciones se coordinan entre sí y unas se ponen al servicio de otras, como cuando el bebé, una vez adquirida cierta habilidad en el seguimiento visual, el movimiento de las manos y el gateo, coordina esas tres acciones al servicio de una nueva: desplazarse para agarrar un juguete alejado.

La reacción circular, pues, consiste en tanteos que el sujeto realiza y que se van modificando y enriqueciendo según tres condiciones: las consecuencias que provocan en el mundo, las necesidades o el propósito del sujeto en ese momento y el sistema de acciones que éste pone a prueba (o sea, la coordinación entre unas acciones y otras). Como veremos, las derivaciones conductistas del funcionalismo —al igual que hacían los autores más mecanicistas en el momento en que Baldwin escribía— perderían de vista las dos últimas condiciones —las necesidades y propósitos del sujeto y su sistema de acciones completo— y se quedarían sólo con las consecuencias ambientales de cada acción particular. También perderían de vista la perspectiva genética y se quedaron con un sujeto estático, sin historia individual ni sociocultural.

La imitación. Baldwin (1897) subrayaba que el ser humano no actúa en solitario. En realidad, es la relación con los demás lo que permite que uno acabe percibiéndose a sí mismo como un sujeto individual entre otros que también lo son. Se trata de un proceso que comienza al poco tiempo de nacer. Al principio de la ontogenia el sujeto no se distingue a sí mismo con claridad ni de los objetos ni de otros sujetos. Es sólo a través del trato con los demás como el niño pequeño acaba siendo consciente de que él es un yo y los demás también lo son, cada cual con sus estilos de acción característicos (su personalidad, por así decir). Por tanto, el yo se forma socialmente. Baldwin afirmaba que ese proceso se basa en la imitación, pero no la entendía como copia pasiva, sino activa. No es hacer lo que otro hace, sino reconstruirlo individualmente y, por tanto, con modificaciones.

Para Baldwin, la imitación era la versión social de la reacción circular: si en la reacción circular el estímulo que cataliza la respuesta es un objeto, en la imitación es un sujeto. El niño no busca un objeto sino una acción: intenta reproducir lo que otro acaba de hacer. Ha de hacerlo por sí mismo, poniendo a prueba sus acciones, tanteando, dándose cuenta de si los resultados que obtiene son los mismos que había obtenido el modelo... Además, así surgen las innovaciones, porque el sujeto, al imitar al modelo ajustándose a él, introduce cambios que a menudo dan lugar a resultados inesperados y mejoran la ejecución original de dicho modelo. Esta es la base psicológica del progreso social: cada sujeto recibe una «herencia social» (un conjunto de hábitos, destrezas, actitudes, conocimientos, valores, etc.) que constituye el bagaje con el que cuenta a la hora de actuar, y al actuar genera novedades (nuevas formas de acción) que, si se extienden entre el número suficiente de personas y se institucionalizan, terminan por formar parte de la herencia social de la siguiente generación.

La selección orgánica. La idea de herencia social también le servía a Baldwin para subrayar que la actividad de los sujetos interviene en la evolución biológica. La ontogénesis repercute en la filogénesis porque las habilidades que cada sujeto recibe de sus mayores le permiten sobrevivir y modificar el entorno según sus necesidades, lo que le protege contra la acción descarnada de la selección natural. Los individuos más aptos no son más aptos por razones puramente biológicas, sino por razones psicosociales: porque sobreviven gracias a lo que han aprendido. Este hecho quizá sea más evidente en el caso de la especie humana, pero Baldwin lo extendía a todas las especies animales. Aunque haya animales cuyo comportamiento social sea mucho menos acusado que el nuestro, siguen contando con sistemas de acciones que les permiten adaptarse activamente al entorno y no estar sometidos como marionetas a las variaciones del mismo, que a veces podrían ser letales (y en ocasiones lo son, cuando los sujetos perecen hagan lo que hagan). Es el comportamiento —los sistemas de acciones de los sujetos— el que permite a los organismos sobrevivir, adaptarse. Tal era el fundamento de la denominada teoría de la «selección orgánica» de Baldwin (1896). Esta denominación hacía referencia al hecho de que son los organismos y no sólo el ambiente los que seleccionan, porque a través de su actividad condicionan quiénes perecen y quiénes sobreviven y, en consecuencia, quiénes se reproducen. Por lo tanto, incluso aunque no haya herencia social sigue habiendo selección orgánica. De hecho, y desde un punto de vista filogenético, la selección orgánica es la que ha permitido el surgimiento y expansión de la herencia social, porque es la que ha permitido la supervivencia de ciertas especies y el progresivo enriquecimiento de sus sistemas de acciones, incluyendo la imitación y la colaboración.

Podemos describir un proceso de selección orgánica de la siguiente manera. Desde que nacen, los organismos aprenden comportamientos que les permiten sobrevivir y, en consecuencia, incrementan la probabilidad de que se reproduzcan más y transmitan sus genes (esto último lo decimos nosotros, no Baldwin, pues cuando él formuló su teoría no existía el concepto moderno de gen). Aunque los comportamientos aprendidos no se transmiten a través de los genes —no hay efectos lamarquistas, no hay herencia de los caracteres adquiridos—, sí pueden perpetuarse por otros medios, ya sea la reconstrucción individual recurrente, ya sea la imitación (y la herencia social potencia el efecto de la imitación). De este modo, el comportamiento de los animales —sus hábitos, sus acciones— es la clave para determinar quiénes sobreviven y, en consecuencia, qué variaciones genéticas (de genes) se heredarán y acabarán dando lugar, por mutaciones, a transformaciones morfológicas y al surgimiento de nuevas especies; porque sólo en los individuos que hayan sobrevivido podrán surgir dichas variaciones genéticas —que en sí mismas son aleatorias, pues no hay efectos lamarquistas—.

La teoría de la selección orgánica de Baldwin siempre ha estado presente de un modo u otro en la biología evolucionista, y desde hace más de dos décadas viene experimentando un revival (Weber y Depew, 2003). Hoy se utiliza para explicar diferentes fenómenos evolutivos relacionados con el comportamiento y el desarrollo. No obstante, su vínculo con una psicología funcionalista de carácter genético se ha debilitado (Sánchez y Loredo, 2005).

La psicología de John Dewey (1859-1952)

Al principio de su carrera, Dewey trabajó en la enseñanza primaria y secundaria y después fue profesor en las universidades de Michigan, Chicago y Columbia. Aunque fue sobre todo un filósofo —uno de los pragmatistas más importantes—, también escribió con profundidad sobre psicología, educación y política, y desempeñó el cargo de presidente de la American Psychological Association en 1899. Estuvo influenciado por el evolucionismo darwiniano y por las ideas de autores como Kant, Hegel y William James.

Arco reflejo y psicología. En historia de la psicología, a Dewey se le suele recordar por su crítica a la concepción asociacionista del arco reflejo, es decir, de la relación entre estímulo y respuesta o sensación y movimiento. La crítica la expuso en un artículo que se hizo famoso, «The reflex arc concept in psychology» (Dewey, 1896), aunque a decir verdad los funcionalistas más mecanicistas y los conductistas no le hicieron demasiado caso.

En ese artículo, Dewey criticaba la separación —propia de perspectivas mecanicistas, asociacionistas y elementalistas— entre estímulo (sensación) y respuesta (movimiento). Según él, el comportamiento no consiste en un conjunto de respuestas automáticas a unos estímulos recibidos pasivamente. No hay una asociación mecánica entre estímulos y respuestas, ante todo porque los estímulos y las respuestas ni siquiera existen como realidades independientes. Explicar la actividad psicológica, pues, no es identificar las asociaciones entre estímulos y respuestas. Los estímulos y las respuestas no son eslabones de una cadena asociativa. No son elementos o realidades psicológicas primarias, sino dimensiones de una función, y como tales sólo cabe distinguirlas a posteriori. En última instancia, son la misma cosa vista desde dos perspectivas diferentes: aquello que la función asimila es el estímulo, y la propia función repitiéndose y transformándose es lo que llamamos respuesta.

Así pues, para Dewey el arco reflejo es en realidad un circuito o una circunferencia, porque sus extremos se unen. Y no es reflejo, sino funcional.

Acotar un segmento de esa circunferencia —un arco— exige identificarlo como estímulo o como respuesta, pero uno y otra se definen recíprocamente. Una estimulación física sólo se convierte en estímulo psicológico cuando es funcionalmente relevante, es decir, significativo para lo que el sujeto está haciendo en ese momento. Y un movimiento corporal sólo se convierte en una respuesta en sentido psicológico cuando incluye algún propósito, o sea, un determinado uso del estímulo, orientado a conseguir algo.

La concepción deweyana del circuito funcional constituía su definición de lo que es una función psicológica en sentido genérico. Aunque había matices relativamente importantes que los diferenciaban —el propio Dewey los mencionaba en su artículo—, esa concepción era muy similar a la de la reacción circular de Baldwin. En ambos casos se trata de una función repitiéndose y transformándose, enriqueciéndose: los estímulos cambian a medida que las respuestas dan lugar a nuevos resultados, y las respuestas se transforman y amplían a medida que asimilan e identifican nuevos estímulos.

Las ideas psicológicas de Dewey, pues, le alejaban del mecanicismo y le acercaban a la psicología genética (Cahan, 1992; Fallace, 2010). Al igual que Baldwin, ponía en un primer plano el desarrollo como clave para entender la actividad, las funciones psicológicas. Sin embargo, no profundizó en la psicología genética y se quedó lejos del grado de elaboración y amplitud con que Baldwin la planteó. Las ideas psicológicas de Dewey se hallaban en un manual que escribió en 1887 y en algunas publicaciones sobre el pensamiento y sobre la naturaleza humana (Dewey, 1891, 1922, 1933). Su manual de psicología tenía una estructura similar a la que tendrían los Principios de psicología de James, aunque era mucho más breve. Tras una introducción metodológica y conceptual, abordaba uno por uno los distintos dominios de las funciones psicológicas: percepción, memoria, imaginación, pensamiento, intuición, sentimiento y voluntad. Por otro lado, Dewey contemplaba la actividad psicológica de acuerdo con una estructura que era muy característica de los funcionalistas y de los psicólogos comparados de la época. Se trataba de una estructura tripartita en la que se distinguían los instintos, los hábitos y la inteligencia. Los instintos son comportamientos heredados, innatos, o las dimensiones innatas del comportamiento. Los hábitos son comportamientos aprendidos y estabilizados. La inteligencia es el comportamiento consciente orientado al afrontamiento de situaciones novedosas, en las cuales los hábitos ya no sirven y, por tanto, deben reestructurarse o enriquecerse con otros nuevos. Esta idea de la inteligencia —o el pensamiento— como motor de cambio y adaptación activa al entorno era típica de Dewey.

Individuo y sociedad. Uno de los temas que más preocupaban a Dewey era la relación entre individuo y sociedad. Deseaba respaldar psicológicamente algún tipo de armonía entre ambos. Con ello evitaba el individualismo, esto es, la concepción de los sujetos como seres aislados que compiten entre sí y cuyo comportamiento se guía por intereses egoístas y por la maximización del beneficio propio. El darwinismo social de Herbert Spencer, constituía un ejemplo de ese tipo de individualismo, que servía para justificar las desigualdades sociales, la concentración de riqueza y la ausencia de control democrático de la economía. Dewey creía que ese individualismo se basaba en una concepción de la naturaleza humana científicamente insostenible, según la cual cada sujeto nace siendo un individuo con intereses específicos, de manera que las relaciones con los otros sujetos son algo posterior o derivado. Dewey sostenía que un sujeto no nace siendo un individuo, sino que llega a serlo gracias a su relación con los demás. En realidad, para él la distinción misma entre individuo y sociedad era falaz: la sociedad no existe sin los individuos, pero éstos tampoco existirían sin aquélla. Y, a su juicio, la naturaleza humana no es algo prefijado y estático, sino en desarrollo.

Ahora bien, Dewey (1929-30) no adoptaba una perspectiva colectivista, que subordinase los intereses individuales a los del grupo, la nación o el Estado. Al individualismo de autores como Spencer lo denominaba «viejo individualismo» y lo hacía para oponerlo a un «nuevo individualismo» que en su opinión se hallaba mejor fundamentado psicológicamente. El nuevo individualismo que Dewey promovía se basaba en que, dado que el yo se forma merced a la interacción social, lo que beneficie a la sociedad beneficiará al individuo. Como buen progresista, deseaba una sociedad con unas garantías de bienestar y participación mínimas. Sólo así podría expresar todas sus potencialidades la naturaleza humana. Sería una sociedad radicalmente democrática donde todo el mundo pudiera ampliar por igual su experiencia y construir nuevas y más enriquecedoras formas de vivir.

Al igual que otros autores, Dewey recurría a la psicología y las ciencias sociales como herramienta para proponer reformas de acuerdo con una agenda política progresista. Pero, a diferencia de quienes pensaban (y siguen pensando) que la psicología es una ciencia axiológicamente neutral de la que se derivan técnicas de bienestar personal, era consciente de que toda teoría psicológica va ligada a una política, porque las intervenciones de los psicólogos en la sociedad y sobre los individuos promueven quiérase o no determinados valores, determinadas opciones vitales en detrimento de otras (Brinkmann, 2004). En cierto modo, Dewey realizó un notable ejercicio de honestidad intelectual haciendo explícitos sus valores y su orientación política.

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