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Cuando se trata de precisar las características de la intervención terapéutica en la infancia, las investigaciones sobre el tema coinciden en situar el debate en la actuación que marca el inicio de la terapia, es decir, la demanda de ayuda psicológica y el motivo de la misma.

1. Demanda terapéutica: Cliente versus paciente

Los adultos deciden y establecen la demanda, esta circunstancia, a diferencia de lo que ocurre en las terapia de adultos, plantea dos cuestiones relevantes en el campo de los tratamientos infantiles, a saber:

  1. Determinar quien es el cliente respecto al paciente y
  2. Analizar, legitimar la solicitud de intervención clínica.

Si se estima que el cliente es aquella persona que solicita ayuda terapéutica a partir de la apreciación de sus propias necesidades y, por tanto, establece la demanda de atención clínica queda claro que, en el ámbito infantil, esta decisión es, con bastante frecuencia, ajena a la persona que presenta los problemas origen de la demanda. En el caso de las intervenciones infantiles, el cliente (adulto) solicita ayuda psicológica para otros (niños/adolescentes) (paciente) a partir de la estimación que efectúa sobre la gravedad y consecuencias de los problemas que aquellos presentan. De este modo, siguiendo la distinción establecida por Howard, Moras, Brill, Martinovich y Lutz (1996), el solicitante de la intervención (cliente) cuyos intereses tratan de atenderse con el tratamiento y el paciente (destinatario directo del mismo), no coinciden, se trata de distintas personas. Ante esta circunstancia, es probable que, al inicio del tratamiento infantil, el terapeuta novel se plantee ciertos interrogantes que podemos sintetizar en los siguientes términos:

  • ¿Cuáles son los factores o variables que determinan la decisión de consultar al profesional sobre el problema infantil?
  • ¿Es suficiente la demanda del adulto para iniciar el tratamiento?
  • ¿Por qué es necesario legitimar el motivo de la consulta infantil?
  • ¿Pueden existir discrepancias entre las estimaciones del adulto y el juicio que, respecto al problema infantil, mantiene el terapeuta?

Ya hemos comentado los motivos que incitan la demanda terapéutica planteada por los adultos, sin embargo, hay que tener en cuenta que las razones que argumentan la consulta pueden presentarse en forma de queja o de demanda explícita, En el primer caso, los padres formulan quejas referidas a la naturaleza disruptiva y socialmente censurable del comportamiento infantil y / o a las dificultades que ellos encuentran para resolverlo eficazmente. En el segundo caso, la preocupación de los adultos viene dada por la posible carencia de habilidades y recursos que, en su opinión, dificultan el rendimiento y adaptación escolar y social de los niños y requieren, por tanto, iniciativas que resuelvan estas limitaciones y faciliten el aprendizaje escolar, las relaciones con iguales, etc.

En cualquier caso, los padres toman la iniciativa y deciden consultar con expertos los problemas de sus hijos cuando los síntomas y alteraciones que éstos presentan constituyen bien manifestaciones extremas y severas de conductas normales o bien no han remitido con la maduración e interfieren en el funcionamiento diario del menor. Ello significa que habitualmente los niños son referidos a consulta por problemas emocionales y conductuales que se manifiestan en el hogar y el colegio fundamentalmente (Kazdin y Weisz, 1998), aunque las dificultades y problemas de aprendizaje cobran también cierta importancia. Si se analiza la cuestión a partir de los datos proporcionados por las investigaciones realizadas se observa que los trastornos de conducta, hiperactividad, trastorno por negativismo desafiante, agresividad, etc. constituyen los problemas mas frecuentemente tratados tanto en el ámbito de práctica como en el de la investigación clínica (Kazdin, 2003), afirmación también avalada por Crhistophesen y Mortweet (2001) quienes indicaban que estos trastornos constituían el 55% de las consultas realizadas a los profesionales clínicos. Unos años antes Kazdin, Bass, Ayers y Rodgers (1990) concluyeron que los problemas externalizantes habían constituido el principal foco de la intervención en el 47,3% de las investigaciones revisadas y entre ellos, el trastorno negativista / desafiante (37,1%) y trastorno por déficit de atención con hiperactividad (17,2%), ocupaban la atención preferente. Es interesante señalar, atendiendo a la distribución por género que, según los datos obtenidos, los niños representaban más del 65% de los casos tratados.

Otra cuestión relacionada se refiere a las circunstancias que median y actúan como factores precipitantes que inducen la decisión adoptada por los padres de plantear la demanda clínica. Es habitual que los adultos comiencen a considerar la posibilidad de pedir ayuda profesional tras varios episodios conflictivos con el menor, sin embargo, la decisión final se retrasa hasta que tienen lugar determinados acontecimientos o circunstancias que la precipitan. Entre otros se indican los siguientes:

  1. Impacto adverso y prolongado de los problemas de conducta en el medio natural (incremento de los conflictos familiares, relaciones conflictivas con los compañeros en el colegio, etc.).
  2. Experiencias fallidas de los padres al intentar controlar las alteraciones que presenta el niño en el ámbito familiar, tal como sucede con frecuencia respecto al trastorno negativista desafiante.
  3. Sugerencia en unos casos o demanda explícita en otros planteada originalmente por profesores y / o tutores debido a las limitaciones académicas y problemas de aprendizaje que presenta el niño.
  4. Recomendaciones de otros profesionales implicados en la educación o salud de los menores.

Así pues, el asunto del origen de la demanda clínica y los motivos que suelen justificarla, queda fuera de dudas, sin embargo persisten los interrogantes cuando se alude a la cuestión de los destinatarios de las intervenciones que se llevan a cabo en la infancia. Kendall y Morris (1991), se refirieron al tema en los siguientes términos: ¿quién debe ser considerado el cliente en la terapia infantil?

La oportunidad e importancia de esta pregunta estriba no tanto en las posibles dudas acerca de quien es el destinatario preferente de la terapia, sino porque precisamente el plan de intervención, además de responder a las necesidades del propio niño, suele ser sensible en la mayoría de los casos a las deficiencias y desajustes que presentan terceras personas relevantes en la vida del menor, en especial, los padres. Ello es debido a la influencia que ejercen, entre otros factores, la psicopatología y estrés de los padres así como el funcionamiento familiar alterado tanto en la disfunción que presenta el niño como en el progreso y resultados del tratamiento indicado (Kazdin, 1995; Kazdin y Kendall, 1998).

No cabe duda que al proceder de este modo, el concepto convencional de paciente, destinatario único de la terapia se amplía, pues como indican Kazdin y Weisz (1998) administrar tratamiento al niño constituye sólo una parte de la intervención clínica, su desarrollo implica extender la actuación hacia los elementos contextúales y de funcionamiento psicológico de los adultos que conviven con el niño afectado, tal como en su día realizaron Miller y Prinz (1990). Sin embargo, aún cuando queda clara la importancia de los factores familiares y contextúales en este campo, cabe preguntarse si ello significa que de forma general los tratamientos infantiles han de contemplar, además del niño, otros destinatarios. Es decir, ¿Cómo decidir la inclusión de distintos destinatarios en el plan de intervención?

Esta decisión no parece depender de la concepción más o menos restrictiva del paciente en vigor, al respecto se consideran, básicamente, dos variables, naturaleza del problema infantil e influencia que terceras personas ejercen en su aparición y mantenimiento. Simplificando la cuestión Kazdin y Kendall (1998) proponen dirigir los esfuerzos a examinar la disfunción que motiva la consulta.

Analizar los factores implicados en su inicio, desarrollo y curso constituye, a juicio de estos autores, el factor más destacado para decidir acerca del tratamiento y de los destinatarios del mismo.

En definitiva, progresar en esa dirección ayudará a precisar si, cómo diferenciaba Kendall (2000), los padres intervendrán en el tratamiento exclusivamente como colaboradores, consultores que proporcionan información sobre los problemas y desajustes del niño o lo harán como clientes directos del tratamiento, circunstancia que conlleva la aplicación de estrategias y métodos de intervención.

En cualquier caso, existe cierto consenso respecto a que, hasta aproximadamente los ocho años, las intervenciones con niños y adolescentes tienen como objetivo introducir cambios en el comportamiento de padres y adultos que interactúan con los pacientes infantiles. A partir de estos años las actuaciones dirigidas a los adultos cobran menos importancia, focalizándose progresivamente en el niño, fomentando en éste la adquisición de habilidades de afrontamiento, solución de problemas, etc. En torno a los doce años aproximadamente la intervención con los adultos es menos activa, el terapeuta centra su actuación en transmitirle información, con el consentimiento del adolescente, acerca del progreso de la terapia (Olivares, Méndez y Maciá, 1997).

Por otro lado, son los adultos quienes emiten juicios acerca de la existencia de los problemas infantiles y de su importancia, de modo que la identificación de las disfunciones queda a expensas de la sensibilidad familiar y social respecto al comportamiento infantil. Por este motivo, una correcta actuación terapéutica dicta que, antes de iniciar la intervención, el terapeuta infantil juzgue para caso en particular la conveniencia del tratamiento, asegurándose que el problema que ha dado origen a la consulta responde en verdad a un trastorno real que necesita solución. Se trata, en definitiva de:

  1. Legitimizar el motivo de la demanda y
  2. Determinar las conductas problema que han de ser objeto del tratamiento. Es decir, precisar si en verdad las conductas supuestamente alteradas, que han sido identificadas y reconocidas por parte de los adultos, pueden constituir el foco del tratamiento.

El inicio de la terapia va precedido de consultas y entrevistas que los padres suelen mantener con el psicólogo a través de las cuales se perfilan y definen los problemas infantiles que motivan la consulta y preocupan a los adultos.

Ahora bien, no todos los problemas consultados ni todos los niños estudiados requieren tratamiento psicológico, o lo que es igual, en este ámbito la demanda psicológica no lleva necesariamente aparejada una intervención clínica directa. Es entonces cuando se aprecian estimaciones diferentes entre padres y terapeuta acerca de la existencia y gravedad de los problemas infantiles consultados. En estos casos las divergencias suelen apoyarse en el carácter evolutivo y transitorio de algunas disfunciones que aparecen en la infancia y en la concepción que los adultos mantienen sobre el problema.

Conviene recordar que los niños se encuentran en continuo proceso de cambio y desarrollo de ahí que algunos de los problemas consultados tiendan a desaparecer o se transformen como resultado de la propia evolución. En otras ocasiones la percepción que mantienen los adultos sobre las alteraciones infantiles se encuentra mediatizada por factores tan diversos como las propias disfunciones de los padres, sus esquemas de valores de índole moral y ética, así como por su habilidad para afrontar situaciones adversas, sus concepciones sobre la conducta infantil y las expectativas que depositan en los niños (McMahon y Forehand, 1983, 2003) e incluso, por intereses particulares, como se observa, por ejemplo, en las disputas sobre la tutela legal de los hijos. Por este motivo, es el terapeuta quien debe estimar la conveniencia y oportunidad de modificar los comportamientos infantiles anómalos identificados por los padres (Méndez y Maciá, 1990), pues queda claro que no puede juzgar únicamente en función de la opinión o criterio del adulto (Llabrés, Servera y Moreno, 2002).

No obstante, aún en aquellos casos en los que, tras analizar las quejas y motivos esgrimidos, los datos no apoyan el inicio de la terapia resulta oportuno prolongar la relación profesional con los adultos responsables del niño, pues no cabe duda que la demanda de tratamiento refleja ciertas disfunciones familiares e individuales que requieren atención del terapeuta. Excluida la intervención clínica, es recomendable emprender una actuación educativa, encaminada a reestructurar los aspectos problemáticos de la relación que mantienen los adultos con el niño y su modo de percibir el comportamiento infantil. De no ser así, es posible que las situaciones conflictivas tengan continuidad y en consecuencia, se sucedan consultas reiteradas a distintos profesionales.

Ahora bien, en aquellos casos que se decide, tras el análisis del problema infantil, iniciar la terapia, una de las primeras cuestiones a resolver por parte del terapeuta se refiere a la determinación de l a / s conducta/s problema que constituirá el foco de la intervención. Para orientar la actuación del experto en este ámbito, Furman y Drabman (1981) propusieron tres criterios sobre los que existe amplio consenso. Se trata de: a) aproximación normativa, b) validación social de los comportamientos seleccionados e c) implicación y compromiso de los mismos en el ajuste y adaptación del niño. Aspectos en los que incidieron posteriormente Mash y Therdal (1988), subrayando que la elección del foco de la terapia ha de ser acorde con los factores evolutivos, las normas y planteamientos específicos del marco social y familiar y las implicaciones que a largo plazo se derivan en el pronóstico del trastorno. En definitiva, los factores que determinan la selección tienen que ver con la naturaleza y características de la/ conducta/s a elegir y su repercusión y efectos individuales y sociales (Nezu y Nezu, 1993).

Así pues, queda fuera de dudas que la decisión última que se adopte respecto a cada paciente infantil ha de resultar tras un análisis individualizado y pormenorizado que a partir de las pautas evolutivas y normalizadas tenga en cuenta variables y aspectos individuales y contextúales, elementos imprescindibles para el éxito terapéutico y el pronóstico de los problemas tratados.

2. Influencias evolutivas

Desde hace años distintas voces han insistido en la necesidad de considerar la influencia del desarrollo evolutivo en la planificación del plan de intervención infantil. Se han esgrimido argumentos que aluden esencialmente a las diferencias cognitivas y conductuales que distancian a los pacientes adultos de los niños y adolescentes y de estos últimos entre ellos. Prácticamente existe un consenso generalizado acerca de la necesidad de integrar conocimientos procedentes de la psicología evolutiva con hallazgos extraídos del contexto clínico pues la administración en la infancia de protocolos terapéuticos planteados para su aplicación a pacientes adultos, sin adaptaciones evolutivas previas en cuanto a objetivos, procedimientos técnicos y condiciones de aplicación, resulta controvertido e inconveniente (Moreno, 2002).

Sin embargo, el reconocimiento de las influencia del desarrollo y las recomendaciones para su consideración en las intervenciones terapéuticas no parece que hayan encontrado amplio eco en los trabajos recientes, así lo indican Holmbeck, Greenley y Franks, (2004) quienes han afrontado directamente el tema planteando la cuestión en los siguientes términos ¿Es habitual que los tratamientos administrados a niños y adolescentes presten atención a las influencias del desarrollo?

Tras examinar diversos estudios y revisiones sobre efectos terapéuticos de las terapias aplicadas en estas edades los autores indican que en general, la respuesta es negativa, aunque reconocen que diferentes trabajos han analizado el impacto de los factores del desarrollo en los efectos de los programas de entrenamiento a padres para reducir conductas disruptivas (Forehand y Wierson, 1993). En este contexto cabe preguntarse ¿Cómo influye el curso evolutivo en la planificación y diseño del plan de intervención? ¿Existen diferencias en los objetivos, contenido y procedimientos terapéuticos según el momento evolutivo en el que se encuentren los pacientes tratados?

La influencia que las variables evolutivas ejercen en las terapias infantiles viene dada por los cambios significativos que se producen a nivel biológico, cognitivo, en el razonamiento moral, las interacciones sociales y las fuentes que proporcionan reforzamiento en estas edades. En principio no cabe duda que en este contexto de cambio acelerado, de plasticidad y dependencia hacia el entorno, el ajuste a los patrones normalizados del desarrollo adquieren máxima relevancia en la evaluación de las conductas alteradas y en el tratamiento de las mismas. La atención a parámetros evolutivos es una de las alternativas mas sólidamente consensuada para identificar los repertorios de conducta normalizados, determinar la existencia del trastorno, legitimizar el motivo de la consulta e identificar el núcleo del tratamiento.

En definitiva, como aseguraban Mash y Terdal (1988) la intervención clínica en el ámbito infantil supone la realización por parte del terapeuta de juicios normativos encaminados a determinar si el comportamiento anómalo constituye bien una variación en relación con el grupo normativo de referencia o si se trata finalmente, de una desviación imprevista en el curso evolutivo del paciente infantil.

De este modo, tomar en consideración los factores evolutivos en la planificación terapéutica es destacada por Weisz y Hawley (2002) en base a los siguientes argumentos:

  1. Los hallazgos evolutivos ponen en alerta al terapeuta respecto a los hitos/normas características en cada edad y le permiten, por tanto, diferenciar entre desarrollo normal y psicopatología y precisar la existencia e importancia del problema objeto de consulta en relación al momento evolutivo,
  2. asimismo, permiten al profesional determinar el foco del tratamiento a partir de las quejas/demandas de los adultos teniendo en cuenta el desarrollo atípico o patológico,
  3. posibilitan efectuar el análisis funcional de las conductas problema, prestando atención a la influencia de variables evolutivas implicadas en su origen y mantenimiento y
  4. ayudan a determinar el contenido de la intervención terapéutica.

Es decir, seleccionar las estrategias del tratamiento atendiendo a las pautas del desarrollo en cada caso, pues es sabido, que estos factores influyen en las posibilidades de aplicación de distintas técnicas para tratar los problemas de niños y adolescentes y mediatizan los efectos obtenidos por los tratamientos psicológicos administrados, tanto es así que una determinada intervención puede generar resultados dispares a medio plazo según el estadio evolutivo en el que se encuentran los individuos tratados (Pelechano, 1996).

Ahora bien, la atención a patrones conductuales normativos en la planificación terapéutica no exime de la consideración de importantes diferencias individuales entre unos niños tratados y otros. Por este motivo el diseño del plan de intervención ha de atender, entre otros, a los siguientes factores individuales:

  1. capacidad cognitiva del menor,
  2. naturaleza de los cambios inherentes al nivel de desarrollo en el que éste se encuentra,
  3. parámetros y criterios de referencia familiares y sociales más próximos al niño y
  4. fuentes primarias de reforzamiento propias de cada momento evolutivo y que varían desde la niñez, etapa en la que únicamente los padres actúan como agentes reforzantes hasta la adolescencia cuando son básicamente los iguales quienes desempeñan dicha función, pasando por los años escolares, momento en el que los profesores ejercen un papel muy relevante en este sentido.

Desde una perspectiva bastante crítica Holmbeck, Greenley y Franks (2004) destacan que si bien numerosos autores han sugerido y recomendado adaptaciones de los tratamientos adultos atendiendo a las pautas que marca el progreso evolutivo, muy pocos indican y proporcionan métodos concretos para llevar a efecto estas sugerencias. Algunos autores han avanzado en esta dirección realizando propuestas específicas, Forehand y Wierson (1993) definen el contenido de las intervenciones terapéuticas en cada etapa del desarrollo y Holmbeck, Greenley y Franks (2004) en su intento de pasar directamente a la acción proporcionan, teniendo en cuenta las discrepancias en vigor entre investigación y práctica clínica, indicaciones precisas destinadas a profesionales clínicos, por un lado e investigadores por otro, encaminadas a llevar a la práctica y diseñar tratamientos sensibles con las influencias del desarrollo evolutivo.

Brevemente, Forehand y Wierson (1993) señalan que en los primeros años el control ambiental sobre el comportamiento infantil es determinante y, por tanto, los programas basados en el manejo y control de las contingencias ambientales aplicados para modificar conductas discretas resultan ser los mas efectivos. En esta etapa, la actuación ha de centrarse en el entrenamiento de padres en estrategias de control conductual (reforzamiento, extinción, etc). En los años escolares, cuando el niño ya ha aprendido a establecer conexiones entre sus comportamientos y las consecuencias que le siguen, los programas conductuales y de mejora del rendimiento académico pueden desarrollarse en el colegio si bien, el reforzamiento en casa de la conducta escolar apropiada constituye un procedimiento muy efectivo.

La intervención ha de girar en torno al entrenamiento de padres y profesores, actuaciones psicoeducativas, entrenamiento individualizado en habilidades sociales para neutralizar las dificultades que aparecen en el ámbito social haciendo hincapié en las habilidades básicas de cooperación, inserción en un grupo y solución verbal de los problemas, así como intervenciones grupales. Al inicio de la adolescencia los programas de control cognitivo, el entrenamiento en habilidades sociales y las iniciativas para mejorar las relaciones conflictivas entre padres e hijos constituyen los elementos destacados, Finalmente, durante la adolescencia, además del entrenamiento cognitivo en solución de problemas, las iniciativas para favorecer la comunicación efectiva padres-hijos, y el apoyo de los compañeros a la intervención resultan ser elementos activos.

Holmbeck, Greenley y Franks, (2004), por su parte, proponen a los profesionales clínicos adoptar en su trabajo profesional las siguientes pautas de actuación de manera que sea posible llevar a la práctica tratamientos sensibles a las influencias evolutivas: Se trata de:

  1. Consultar periódicamente publicaciones en las aparezcan trabajos relacionados con cuestiones del desarrollo.
  2. Ampliar los conocimientos sobre los hitos y pautas características según el nivel evolutivo.
  3. Adquirir conocimientos sobre psicopatología del desarrollo.
  4. Aplicar técnicas terapéuticas sensibles con el nivel de desarrollo individual de cada paciente infantil.
  5. Adoptar en el trabajo clínico una perspectiva sistémica. Desarrollar el trabajo considerando al niño/adolescente en su contexto, atendiendo al múltiple sistema (familiar, escolar, iguales) con los cuales el niño/adolescente interactúa.
  6. Ayudar a padres y profesores para que sean sensibles con las pautas del desarrollo y aprendan a anticipar futuros cambios evolutivos.
  7. Considera modelos alternativos en el diseño del plan de intervención, teniendo en cuenta la propuesta que en su día formuló Kazdin (1997) referido a la planificación de tratamientos diferentes según distintas alteraciones psicopatológicas.
  8. Incorporar a su práctica profesional tratamientos que cuenten con evidencia empírica.

Respecto a los investigadores clínicos, estos autores, sugieren las siguientes recomendaciones:

  1. Plantear la conceptualización de los trastornos desde la perspectiva evolutiva,
  2. Incluir medidas del nivel de desarrollo en la valoración de los resultados terapéuticos y analizar sus efectos moderadores,
  3. Examinar, asimismo, los efectos mediadores en la eficacia terapéutica,
  4. Evaluar la eficacia y efectividad de modelos alternativos de tratamiento, adoptados según el tipo de trastorno infantil,
  5. Diseñar estrategias terapéuticas sensibles con el desarrollo infantil.

3. Participación de paraprofesionales. Aplicación de los tratamientos en el medio natural

El entrenamiento y participación de terceras personas, ajenas al ejercicio profesional del terapeuta pero significativas en la vida del paciente, no es un aspecto exclusivo de las intervenciones infantiles aunque sí es un elemento característico de las mismas. Estas personas, padres, profesores e incluso, compañeros, previamente formadas y asesoradas por el experto, pueden llevar a la práctica el plan de intervención diseñado por el éste, siendo su labor supervisada y apoyada por él. A propósito de esta cuestión cabe formular algunas cuestiones relacionadas, ¿Es posible aplicar las intervenciones terapéuticas en la infancia sin contar con la colaboración e implicación activa de los adultos responsables? ¿Quéfactores determinan la participación de padres, profesores y compañeros? ¿Quiénes intervienen habitualmente como paraprofesionales en los tratamientos infantiles?

No cabe duda que la determinación ambiental del comportamiento infantil, la variabilidad intersituaciones que muestran las conductas de los niños y la influencia que en ellas desempeñan factores contextúales constituyen sólidas razones y argumentos significativos para requerir que otras personas, no profesionales en estas materias, desempeñen una labor más o menos activa en las intervenciones terapéuticas. Con la participación de terceras personas se pretende en primer lugar, contextualizar el tratamiento en el ámbito donde se desarrollan los problemas que motivan la demanda. Si se tiene en cuenta que las alteraciones infantiles no pueden explicarse independientemente del contexto ambiental en el se desenvuelve al niño, es comprensible que los adultos que forman parte del mismo participen en la terapia, máxime si se analiza además la influencia probable que padres, profesores y compañeros han ejercido en su aparición y mantenimiento. De este modo, se maximiza el impacto del tratamiento obteniéndose resultados más rápidamente que si la intervención se desarrollara en contextos ajenos al ámbito natural, por ejemplo, en el despacho del terapeuta profesional (Olivares y Méndez, 1998).

En segundo lugar, aunque con menor relieve se esgrimen razones y objetivos de prevención (Koegel, Bimbela y Schreibman, 1996). Si bien, el propósito esencial es intervenir en la disfunción infantil que ha motivado la consulta, cabe esperar que, el paraprofesional (padres, profesores, compañeros, etc.) emplee los conocimientos y estrategias adquiridas durante el entrenamiento específico para resolver posibles dificultades y problemas que a corto o medio plazo aparezcan en el medio natural y mejorar, en consecuencia, modos de convivencia e interacciones, antes conflictivas, entre adultos y niños. De este modo, las repercusiones del entrenamiento previo a la terapia que reciben las personas implicadas en los tratamientos infantiles se extienden mas allá de la propia conducta infantil expresamente tratada y benefician de manera global el ambiente familiar y escolar.

En los tratamientos desarrollados en la infancia es frecuente y activa la participación, sobre todo, de padres, profesores, compañeros del niño tratado e incluso estudiantes en formación. Su actuación está encaminada a modificar conductas disruptivas y anómalas y apoyar la emisión distintos comportamientos adaptados. Así por ejemplo, los compañeros han intervenido en el ámbito escolar para alterar conductas que interfieren en el rendimiento académico, como tutores para estimular comportamientos académicos adecuados y como modelos para instigar conductas verbales y socialmente apropiadas. También han actuado como instructores para enseñar estrategias de cuidado y primeros auxilios a niños con retraso mental moderado. Los profesores, por su parte, han sido entrenados para alcanzar objetivos educativos ya programados y mejorar el rendimiento académico de los alumnos incrementando la atención y disminuyendo las conductas disruptivas en el colegio. Al evaluar los resultados de su intervención se ha analizado la influencia de distintas variables entre ellas, el nivel de implicación de participación de los docentes, actitudes hacia los principios y técnicas de modificación conductual, aceptación de los tratamientos recomendados al menor y formación y tiempo de ejercicio profesional hasta el momento de su participación (Herrera, Pavón y Moreno, 1994).

No obstante, son los padres quienes intervienen habitualmente en los tratamientos para modificar un abanico amplio de problemas y alteraciones infantiles. Su participación ha sido notoria en casos de retraso mental, autismo, miedos y fobias infantiles y se encuentra sólidamente documentada en los tratamientos encaminados a modificar trastornos de conducta, negativismo, desobediencia conducta antisocial, hiperactividad etc. Dada la relevancia que los padres adquieren en las intervenciones infantiles, los programas de entrenamiento destinados a los progenitores han aumentado en los últimos años y se han propuesto iniciativas de formación específicas, recomendadas según el trastorno o la disfunción que presenta el niño o adolescente. Entre ellos, sobresale especialmente el Programa de Entrenamiento para padres de niños desafiantes desarrollado por Barkley (1997) y destacado por Koch y Gross (2002) porque es el resultado de una dilatada experiencia investigadora y clínica, instruye a los padres en un amplio abanico de técnicas para manejar el comportamiento del niño en casa y en situaciones públicas e incluye material didáctico que se le entrega a los adultos para facilitar el dominio de las habilidades conductuales aprendidas al margen de la sesión de entrenamiento programada.

En general, el entrenamiento a padres constituye una alternativa para el tratamiento de los problemas y alteraciones infantiles mediante la formación de los adultos en principios y estrategias conductuales, cuyo objetivo fundamental es modificar el patrón de relación alterado entre padres e hijos. Para lograr este propósito se plantean objetivos más precisos, a saber, que los adultos aprendan el manejo de técnicas operantes encaminadas a instaurar, mantener y reducir conductas y adquieran conocimientos idóneos para identificar, definir y evaluar las conductas alteradas que muestran los niños. El auge y desarrollo que ha adquirido esta propuesta se debe, entre otras razones, a las evidencias que muestran cómo la ausencia de habilidades de manejo conductual por parte de los progenitores influye de forma destacada en la aparición de trastornos en la infancia y, desde otra perspectiva, a los hallazgos que avalan la participación de los adultos como coterapeutas pues contribuye a incrementar la eficacia del tratamiento administrado a los menores y consolidar sus resultados.

En definitiva, las pretensiones más inmediatas de los programas desarrollados hasta el momento tienen que ver con el empleo adecuado de las técnicas aprendidas, la modificación de las interacciones anómalas entre padres e hijos y, en su lugar, el establecimiento de interacciones adaptativas y prosociales.

Sin olvidar, asimismo, la modificación de los comportamientos infantiles alterados al tiempo que se incrementan aquellas conductas que contribuirán en el futuro a la adaptación social de los niños y adolescentes. A largo plazo estas iniciativas pretenden objetivos de carácter profiláctico, es decir, a través del entrenamiento específico de los adultos se intenta lograr la prevención de trastornos de conducta y la detección precoz de comportamientos desadaptados que pudieran observarse en niños y jóvenes.

4. Atención preferente a los comportamientos observables

Las intervenciones terapéuticas que se desarrollan en la infancia se dirigen preferentemente a las conductas manifiestas que presentan los niños, estableciendo así un nuevo marco de distanciamiento respecto a las terapias desarrolladas con pacientes adultos. Aunque el auge y reconocimiento de variables mediadoras del comportamiento ha ampliado el universo de comportamientos que son objeto de atención terapéutica, no por ello se ha excluido que, desde los primeros momentos del trabajo terapéutico, cuando se trata de aclarar el motivo de consulta hasta que concluye la intervención, cuando se valoran los resultados obtenidos, pasando por el establecimiento de los objetivos terapéuticos, la atención se centra esencialmente en las conductas que los niños manifiestan de manera observable (Kazdin, 1995).

Así pues, ¿Cuáles son las razones que explican el énfasis en las conductas manifiestas cuando se trata de intervenciones infantiles?

La respuesta a esta cuestión se encuentra una vez más en las características comunes del comportamiento infantil: especificidad situacional, dependencia y determinación ambiental así como en la conceptualización de las disfunción infantil que realizan los adultos y que puede estar sesgada tanto por sus propias creencias o expectativas depositadas en el niño como por los problemas o trastornos clínicos que padezcan. Razones a las que han de añadirse las limitadas habilidades de que disponen los menores de diez años para autoobservar v autoevaluar su comportamiento e informar consecuentemente y las dificultades para efectuar registros psicofisiológicos en la infancia, debido fundamentalmente a las limitaciones y restricciones que su ejecución conlleva (Olivares, Méndez y Maciá, 1997).

Por otro lado, dado que el origen y explicación del problema que conduce al niño al tratamiento la realizan los padres, éstos recurren, en los primeros momentos, a etiquetas, juicios y descripciones genéricas que se refieren a cómo es, en su opinión el niño, asimilando, de este modo, la concepción que tienen del menor con el problema específico que les ha llevado a la consulta (por ejemplo, es muy miedoso, desobediente, nervioso, inquieto, etc.). A medida que el proceso avanza desde lo general hacia lo específico, los propios adultos aclaran el motivo de la demanda y lo plantean en términos de comportamientos manifiestos que ellos u otras personas (profesores, tutores) aprecian en el niño. De este modo describen cómo se comporta el menor y al hacerlo aluden a conductas directamente observables en el medio natural.

Asimismo, el énfasis en las conductas manifiestas alteradas, característico de las intervenciones infantiles, repercute tanto en los métodos de evaluación empleados preferentemente en este ámbito como en las técnicas de tratamiento seleccionadas (Olivares y Méndez, 1998).

En este sentido, se ha considerado la observación en condiciones naturales como el método de evaluación por excelencia del comportamiento infantil. La razón es conocida, este procedimiento enfatiza la evaluación directa de conductas expresas evitando inferencias sobre comportamientos no observables. Respecto al tratamiento, indicar que teniendo en cuenta la incidencia del progreso evolutivo y las influencias ambientales en el comportamiento infantil, los procedimientos terapéuticos habitualmente seleccionados en las primeras etapas y hasta la pre-adolescencia, período que coincide con la máxima dependencia del contexto familiar y social, son básicamente técnicas operantes que inciden en el control y manejo de las contingencias ambientales.

Después, a medida que el progreso evolutivo dota a los niños de mayor independencia funcional y recursos cognitivos es característico el uso de técnicas cognitivas basadas en imágenes mentales y habilidades de solución de problemas. No obstante, aún en el caso de los adolescentes, cuando los programas terapéuticos administrados constituyen paquetes multicomponentes integrados por distintos procedimientos y sus objetivos van más allá del cambio en conductas manifiestas alteradas, los procedimientos operantes aún están presentes.

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