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Más allá de la preocupación actual por la eficacia, alcance e impacto de las intervenciones terapéuticas llevadas a cabo en edades infantiles, adquiere especial relevancia, desde una perspectiva aplicada, la cuestión recientemente formulada por Ollendick y King (2004) en los siguientes términos:

  • ¿ Cómo se desarrolla el trabajo terapéutico con niños ?, o lo que es igual,
  • ¿hasta qué extremos coinciden las intervenciones terapéuticas en la infancia con las actuaciones con adultos?, es decir,
  • ¿es posible precisar los aspectos diferenciales que caracterizan las terapias infantiles?,
  • ¿qué variables o elementos introducen diferenciación en los tratamientos administrados en la infancia?

Es práctica habitual delimitar el campo de actuación tomando como referencia los parámetros ya existentes, por tanto, para aclarar estas cuestiones es preciso subrayar las diferencias entre las actuaciones emprendidas con niños y adultos, haciendo hincapié no sólo en las técnicas de terapia de conducta empleadas según se trate de un paciente infantil o adulto, aspecto en el que tradicionalmente se ha establecido tal distinción, sino prestando atención a dos cuestiones especialmente relevantes en el campo que nos ocupa:

  1. Destinatarios de la intervención terapéutica y
  2. Condiciones y desarrollo de la misma.

1. Destinatarios de la intervención terapéutica

Es claro que los tratamientos difieren y adaptan según las personas a quienes van dirigidos, obviamente no sólo existen numerosas diferencias en comportamiento, recursos cognitivos, percepción de la realidad, intereses, etc. entre adultos, niños y adolescentes, sino que además hay que tener en cuenta diferencias individuales en cuanto a género, edad, trastorno y curso del mismo, amén de diferencias culturales y de etnia. En este sentido, el progreso científico alcanzado en el campo de las terapias infantiles ha permitido, entre otros logros, superar la concepción de los niños como si se trataran de adultos en miniatura (Ollendick, 2001) y hacer hincapié en el funcionamiento psicológico y conductual propio de los menores que reciben tratamiento psicológico. Progresar en esta dirección ha significado adoptar un punto de vista evolutivo a la hora de plantear el tratamiento infantil y subrayar la variabilidad intersituaciones que muestran las conductas de los niños.

Ahora bien, durante años las intervenciones clínicas en la infancia han constituido una prolongación, con ligeras adaptaciones técnicas, de las actuaciones con los adultos, sin embargo, si dejamos al margen el bagaje técnico común y centramos la atención en los pacientes que reciben tratamiento, es claro que las divergencias entre las terapias infantiles y de adultos quedan de manifiesto. De acuerdo con esta perspectiva, es fácil constatar que las intervenciones terapéuticas desarrolladas en edades infantiles se encuentran mediatizadas por tres factores de especial relevancia, a saber:

  1. singularidad que confiere la influencia del desarrollo evolutivo al comportamiento infantil,
  2. especificidad situacional de las conductas en esta etapa y
  3. papel del menor como paciente del tratamiento psicológico.

Es sabido que los niños se encuentran en proceso continuo de cambio y evolución. Los cambios que se producen a lo largo del curso evolutivo afectan al funcionamiento físico, cognitivo, conductual, emocional y social de los individuos (Holmbeck, Greenley y Franks, 2004). Si bien es claro que las actuaciones clínica emprendidas desde el marco de la terapia de conducta tienen como objetivo la conducta actual de los niños y los determinantes ambientales contemporáneos, hay que tener en cuenta que el nivel de desarrollo sitúa a éstos en unos u otros parámetros de funcionamiento y que también existen diferencias interindividuales entre los propios niños de similar nivel evolutivo.

Así, mientras algunas conductas son normales en determinados momentos del desarrollo resultan atípicas en otras, observándose variaciones en cuanto a la naturaleza de los comportamientos y su frecuencia a lo largo del curso evolutivo. De este modo, el reconocimiento de los cambios inherentes al desarrollo insta al terapeuta, a comenzar su trabajo ubicando el comportamiento del niño en los parámetros evolutivos, a partir de los cuales estimar su ajuste o desviación de esta norma y a considerar, por otro lado, las diferencias evolutivas entre niños y adolescentes como elemento de referencia cuando ha de definir los objetivos y estrategias terapéuticas según la edad del paciente.

Así pues, la estimación del comportamiento infantil como desadaptado y / o anómalo conlleva explícitamente el reconocimiento de los hitos y conductas propias de las distintas etapas del desarrollo. En este sentido, el distanciamiento respecto al paciente adulto queda de manifiesto, pues aparte de criterios como severidad y frecuencia de los comportamientos alterados, buena parte de los problemas emocionales y conductuales de los niños que reciben tratamiento se estiman a partir de criterios de normalización evolutiva, dado que en algunos casos estos problemas constituyen formas extremas del desarrollo normal y en otros no han logrado superarse como efecto consecuente de la maduración (Kazdin, 2003).

Asimismo, uno de los aspectos característicos del comportamiento infantil es su especificidad situacional y determinación ambiental, características más destacadas cuanto menor es la edad del niño. Es sabido que la conducta de los menores suele variar según la situación específica en la que se encuentran, de modo que éstos se comportan de manera dispar ante diferentes personas y en situaciones distintas. Es fácil apreciar la sorpresa y desconcierto que muestran algunos padres cuando el profesor de su hijo/a describe el comportamiento disruptivo y problemático en el colegio, ajeno por completo a la conducta ordenada y sujeta a normas que manifiestan el niño en casa. Si bien hemos de analizar el motivo de tal discrepancia, es sabido que la especificidad de la conducta infantil respecto a la situación ambiental constituye una de las posibles explicaciones de tal circunstancia. En relación con esta cuestión se alude a la dependencia de los niños respecto a los adultos con los que convive y que, sin duda, les hace particularmente vulnerables a múltiples influencias que escapan a su control y se dejan notar en su comportamiento y en la forma de afrontar situaciones específicas (Kazdin y Weisz, 1998).

En los últimos años distintos trabajos han resaltado que factores contextúales, familiares, sociales y escolares adversos perjudican a los niños e influyen en la naturaleza y severidad de sus problemas y alteraciones (Kazdin, 1995). Específicamente, relaciones conflictivas padres-hijos, estrés, psicopatología y discordia parental, pautas educativas severas e inconsistentes, acontecimientos vitales estresantes, desventaja socioeconómica, etc. actúan como factores de riesgo respecto a la aparición y desarrollo de las disfunciones clínicas observadas en la infancia.

Recientemente ha adquirido importancia una línea de investigación que se ocupa de analizar de diferencias étnicas y culturales en la aparición de distintos trastornos infantiles (Sonderegger y Barrett, 2004). Asimismo, estas variables ambientales actúan como mediadores de los resultados, disminuyen la eficacia las terapias infantiles (Kazdin, 2000; 2003), influyen en la continuidad y / o abandono del tratamiento (Kazdin y Mazurick, 1994) e intervienen en la consolidación/mantenimiento de los resultados terapéuticos y en la generalización de los mismos durante el seguimiento (Kazdin y Weisz, 1998).

Por otro lado, ocupándonos de los niños como pacientes, una de las primeras cuestiones a considerar es su escasa autonomía para demandar servicios y atención psicológica. Los niños, a diferencia de los adultos, excepcionalmente solicitan ayuda clínica o identifican experiencias de malestar, estrés o dificultades que requieran tratamiento. Suelen ser los adultos, especialmente los padres, quienes toman la decisión de consultar a profesionales y expertos, aunque a veces no lo hacen por iniciativa propia. Con frecuencia otras personas, profesores, tutores y médicos sugieren la conveniencia de analizar desde la perspectiva psicológica los problemas o alteraciones que aprecian en el niño.

La observación del comportamiento desviado de éste respecto a las normas evolutivas y grupales, sus dificultades para superar satisfactoriamente exigencias o criterios de rendimiento y ejecución estimados adecuados según su edad, así como la aparición de comportamientos problemáticos que interfieren en el funcionamiento adaptado o repercuten de forma adversa sobre terceras personas, constituyen los motivos que habitualmente incitan la demanda psicológica. De este modo, son los adultos quienes en primera instancia, estiman las desviaciones del comportamiento infantil, juzgan sus consecuencias adversas para el propio niño o terceros, adoptan la decisión de solicitar ayuda y desempeñan el papel de informantes de los problemas y dificultades infantiles. En definitiva, establecen la demanda terapéutica.

Debido en gran medida a esta circunstancia, no resulta excepcional observar que el niño, destinatario de la intervención clínica, muestra falta de motivación y de interés hacia las actuaciones terapéuticas recomendadas (Kazdin, 2003) al fin y al cabo, en numerosas ocasiones ignora y carece de percepción de problema que requiera tratamiento y observa sorprendido los efectos que suele originar su forma habitual de comportarse en casa y en el colegio. A propósito basta indicar que en los primeros contactos con el terapeuta, cuando éste le pregunta explícitamente sobre el motivo que, en su opinión, le ha llevado a consulta, los niños suelen responder con frecuencia que ignoran las razones o bien argumentan que su padre/madre solo les ha indicado que iban a hablar con un psicólogo. A medida que aumenta la edad y cuando las alteraciones infantiles han ocasionado frecuentes y reiteradas quejas, reprimedas, castigos, etc. los niños suelen referir el motivo de consulta aludiendo a las consecuencias de los problemas que han justificado la demanda clínica (porque me va mal en el colegio, saco malas notas, etc.), sin embargo, resultan una excepción los argumentos relativos a malestar o preocupación personal.

2. Condiciones y desarrollo de la intervención terapéutica en la infancia

El desarrollo de una terapia psicológica constituye un proceso continuo y fluido de toma de decisiones, adaptado en lo que se refiere a la elección de los métodos de intervención a cada caso en particular y ajustado a los factores y variables de cada paciente de forma individualizada.

Ahora bien, el trabajo clínico que se lleva a cabo en las intervenciones con pacientes infantiles está sujeto a rigurosos controles éticos y deontológicos, especialmente subrayados en estas edades, e influido por las circunstancias y características del binomio niño afectado/adultos implicados, y por variables del propio terapeuta, entre ellas, adscripción teórica, formación, experiencia profesional, habilidades terapéuticas desarrolladas, etc.

Por todo ello, coincidimos con Mash y Graham (2001) al plantear la necesidad de desarrollar trabajos que investiguen las condiciones bajo las cuales se llevan a cabo las terapias infantiles y presten atención, entre otras, a las siguientes cuestiones: la relación terapéutica y la naturaleza de la intervención clínica desarrollada en este ámbito.

2.1. Relación terapéutica

La relación terapéutica establecida en el marco de los tratamientos infantiles apenas ha recibido atención en los trabajos desarrollados en este ámbito, a diferencia de lo ocurrido en las investigaciones con pacientes adultos y ello porque en general, los estudios sobre el tema han prestado escasa atención al proceso terapéutico en estas edades y a los factores que median en los beneficios terapéuticos logrados (Kazdin, 2003). Basta mencionar el trabajo realizado por Kazdin, Bass, Ayers y Rodgers (1990). Tras analizar 223 investigaciones, publicadas entre 1970 y 1988, con el objetivo de precisar las características de la investigación psicoterapéutica en el ámbito de la infancia y adolescencia, los resultados ponían de manifiesto que tan sólo el 7,2% de los estudios realizados habían examinado la influencia de variables relacionadas con la familia, el paciente y el terapeuta y, entre éstos, apenas el 3% se había interesado por las características (experiencia, formación y relación con el niño) del terapeuta y su papel en los resultados terapéuticos. Teniendo en cuenta estos datos, los autores indicaban que el estudio de las variables relacionadas con el terapeuta, debiera constituir, dada su repercusión en los resultados, una de las prioridades de la investigación en este campo.

En la última década, siguiendo la estela de las investigaciones con adultos, se han publicado en este ámbito numerosos trabajos en el marco de los tratamientos empíricamente validados (Lonigan, Elbert y Bennett, 1998) que si bien atienden prioritariamente a cuestiones técnicas y metodológicas, han contribuido a incrementar la preocupación por la eficacia de las terapias infantiles y paralelamente, a fomentar el interés por analizar la relación mantenida entre el niño y el terapeuta en el curso del tratamiento.

Aunque la importancia de la relación terapeuta-paciente ha sido subrayada desde distintas perspectivas terapéuticas, Bickman, Vides, Lambert, Doucette, Sapyta, Boyd, Rumberger, Moore-Kurnot, McDonough y Rauktis (2004) destacan que las investigaciones con adultos han puesto de manifiesto que esta relación no sólo influye en el curso de la terapia, constituye, además, un factor predictor de los resultados terapéuticos. Asimismo, tanto revisiones cualitativas como recientes meta-análisis (Shirk y Karver, 2003) han revelado que la influencia de la relación terapéutica en los tratamientos infantiles es comparable a la que se ha observado en los estudios con pacientes adultos. En esta dirección señalaban los datos obtenidos por Kazdin, Siegel y Bass (1990) en un trabajo que contó con la participación de 1162 profesionales, psicólogos y psiquiatras, realizado con el propósito de analizar las características de la práctica clínica en la infancia y adolescencia. Los datos extraídos mostraban que, entre las variables dependientes del terapeuta, las más relevantes, a tenor de su influencia en los resultados terapéuticos, eran la relación terapéutica, la experiencia del terapeuta y su formación. Añadir, asimismo, que respecto a esta cuestión, no existían diferencias entre ambos colectivos profesionales.

Por otro lado, hemos de consignar que en los tratamientos con adultos los pacientes deciden y asisten a las terapias voluntariamente, circunstancia que dista considerablemente de lo que ocurre en las terapias administradas a niños v adolescentes, que normalmente son referidos a consultas y servicios de atención clínica por adultos significativos. Teniendo en cuenta esta circunstancia y entendiendo que en muchos casos los problemas y alteraciones infantiles se enmarcan en las relaciones conflictivas que mantienen los menores con los adultos e iguales, no cabe duda que las habilidades y recursos del terapeuta son fundamentales para establecer una relación terapéutica adecuada que asegure al niño en la terapia y permita obtener resultados favorables en la dirección esperada. Por el contrario, el fracaso en dicha relación incrementa la renuencia y oposición del menor hacia la intervención clínica, siendo ésta precisamente una de las principales razones dadas por los padres para justificar la interrupción temprana del tratamiento por parte de sus hijos (Kazdin, 2003).

Asimismo, las complicaciones en la relación terapeuta-paciente contribuye al abandono terapéutico estimado, en el ámbito de las terapias infantiles, entre 40-60% de los pacientes (Kazdin y Wassell, 1998) y, específicamente, respecto al tratamiento de los trastornos de conducta en el 38% (Moreno y Lora, 2006) y, por último, cuestiona la eficacia del tratamiento administrado.

Una vez subrayado el papel de la relación terapéutica en los resultados surge el interés por investigar las variables relacionadas con el terapeuta y paciente, que contribuyen a establecer una relación terapéutica efectiva e influyen en la efectividad de la terapia. Aunque la investigación no es muy exhaustiva en este punto, los estudios recientes sobre eficacia terapéutica han prestado atención al papel desempeñado por las siguientes variables. Respecto al terapeuta se han investigado, habilidades psicoterapéuticas generales, fundamentalmente, cordialidad, empatia, contacto físico y estímulo verbal, así como, variables sociodemográficas, etnia y sexo y factores específicos, sobre todo, nivel/grado de formación y experiencia profesional (Stein y Lamber t, 1995). En este sentido, Weisz, Weiss, Alicke y Klotz (1987) hallaron relación significativa entre el nivel de formación del terapeuta y la edad del paciente en cuanto a los resultados obtenidos. Esta variable también influía significativamente en los logros terapéuticos según la disfunción infantil tratada. El terapeuta profesional obtenía resultados más efectivos cuando se trataba de problemas internalizantes, fobias, timidez, etc., aunque no se apreciaban diferencias, según la formación del terapeuta, cuando el problema tratado era impulsividad, agresividad, etc.

Entre las variables dependientes del paciente infantil se han analizado expectativas, funcionamiento prosocial, edad, nivel de desarrollo evolutivo (Kazdin, 1995), motivación hacia el tratamiento, sexo, naturaleza de la disfunción clínica que presenta (problemas externalizantes versus problemas internalizantes) y gravedad de la mismo pre-tratamiento (Bickman, et al, 2004). Por su parte, Kendall y Morris (1991) indican, en uno de los escasos trabajos que en el ámbito infantil, atiende explícitamente a estas cuestiones que, en la relación terapéutica, la percepción y perspectiva que el niño mantiene con el terapeuta puede estar determinada por las características de la demanda planteada y su limitada experiencia. Estos autores, sugieren también indagar sobre la diversidad étnica y cultural como variable predictora de dicha relación y su influencia en los resultados.

2.2. Naturaleza de la intervención clínica desarrollada en este ámbito

Teniendo en cuenta los factores antes comentados la intervención terapéutica en la infancia se distancia respecto a las actuaciones con adultos en distintos aspectos, entre ellos cabe diferenciar los siguientes:

  1. implicación de terceras personas en las terapias,
  2. ambientes y contextos diversos en los cuales se llevan a cabo los tratamientos,
  3. papel más activo y diversificado que adquiere el terapeuta, y
  4. ámbitos a los que atiende la evaluación posterior del tratamiento.

1. Necesaria implicación e intervención de terceras personas en el tratamiento infantil.

La imagen común que compartimos acerca de cómo se desarrolla un tratamiento psicológico supone la interacción entre dos personas, el cliente que asiste individualmente a las sesiones requeridas y el profesional, terapeuta que dispone las condiciones idóneas para lograr el cambio y la mejoría del paciente. Sin embargo, en las terapias infantiles no es ésta la única ni habitual opción.

A la escena prototípica se incorporan otras personas, adultos, padres, profesores e incluso compañeros. Así por ejemplo, en la investigación realizada por Kazdin, Siegel y Bass (1990), el 77,9% de los participantes (terapeutas profesionales) implicaba activamente a los padres cuando el paciente eran pequeño y el 61,2% lo hacia cuando se trataba de adolescentes. Asimismo, más del 65% informaban consultar a los profesores mientras que menos del 20% los implicaban activamente en la terapia.

Así pues la administración de los tratamientos infantiles no recae únicamente en el terapeuta profesional, distintas personas pueden desempeñar tal función en distintos escenarios y con diferentes niveles de implicación. En consecuencia, las sesiones terapéuticas en este ámbito, no se desarrollan comúnmente según el formato y estructura convencional. Ahora bien, conviene añadir que la participación de terceras personas no adopta una pauta estándar y común en todos los casos, En ocasiones, padres y profesores, desempeñan un papel esencial para poder llevar a cabo el tratamiento, y en otras, su intervención consiste básicamente en prestar apoyo al mismo. Los padres participan a veces proporcionando información relevante sobre el problema infantil tal como éste se presenta en el medio natural e intervienen también como agentes directos para modificar el comportamiento y consolidar los logros alcanzados (Luciano, 1997) En todo caso, los adultos pueden participar en las sesiones de tratamiento del niño y adolescente, o bien asistir por separado a sesiones de entrenamiento para aprender a manejar el comportamiento del menor en situaciones difíciles. Cuando se encargan de aplicar las técnicas recomendadas por el profesional en el contexto natural su actuación siempre es supervisada por el experto.

2. Diversidad de escenarios y ambientes en los que se administra el tratamiento.

Otro de los aspectos que definen cómo se desarrolla la intervención es la infancia es la mención a los distintos escenarios, ambientes y contextos en los que se emprende la acción terapéutica en estas edades. Los tratamientos infantiles se ponen en práctica, entre otros ámbitos, en consultas clínicas, privadas o dependientes de centros públicos de salud, en el hogar, en el contexto escolar, en clases normales y / o en aulas de apoyo, también en unidades o centros de atención especializada, etc., e incluso pueden aplicarse simultáneamente en casa y en el colegio. Es decir, no existe un marco o escenario de actuación único, las características (naturaleza, severidad, etc.) del problema infantil, la edad del niño y las posibilidades terapéuticas del medio son algunos de los factores que inclinan la balanza hacia uno u otro escenario. No obstante, el colegio es uno de los lugares preferentes, allí se desarrollan intervenciones terapéuticas para tratar problemas de comportamiento, relaciones conflictivas entre iguales, ansiedad y depresión en adolescentes, además de trastornos de aprendizaje y problemas de rendimiento académico. En este sentido, los datos encontrados por Kazdin, Bass, Ayers y Rodgers (1990) indican que en más de la mitad de los estudios revisados (55%) el tratamiento infantil se administraba en el centro escolar, en el 33,2% las intervenciones se habían desarrollado en el hogar y menos del 20% en consultas vinculadas a hospitales, departamentos universitarios, etc.

3. Papel más activo y diversificado del terapeuta.

El desarrollo de las intervenciones terapéuticas en la infancia conlleva una actuación profesional orientada en una doble dirección: hacia el niño que presenta las alteraciones y trastornos, motivo de queja y demanda por un lado, y hacia los adultos responsables del aprendizaje, formación y desarrollo del menor, por otro. La participación de terceras personas en las terapias infantiles conlleva una labor añadida para el terapeuta que resulta más o menos compleja y exhaustiva dependiendo de la implicación que los adultos adquieren en el tratamiento. Cuando éstos actúan como consultores e informadores, el profesional desarrolla una actuación meramente educativa que se convierte en terapéutica cuando, tras explorar la disfunción que presenta el niño y analizar los factores relacionados, los adultos son incluidos, como destinatarios, en el plan de intervención. En cualquier caso, el desarrollo efectivo del tratamiento requiere, por parte del experto, atender a factores incidentes a lo largo del proceso, especialmente la motivación del paciente y de los adultos implicados y asegurar que la intervención se lleva a cabo según las condiciones previstas.

No obstante, cada fase o etapa de la terapia, según su naturaleza y objetivos, exigen al terapeuta tareas específicas y actuaciones diferenciadas. En síntesis, su labor al inicio del tratamiento, respecto a los adultos implicados, consiste en prestar apoyo psicológico a los padres para reestructurar los déficit conductuales y psicológicos que pudieran derivar de la existencia del problema infantil que motiva la consulta, hacerles partícipes del tratamiento y asegurar finalmente, su implicación resolviendo cuantas dudas y objeciones les plantee tanto la intervención clínica como su papel en la misma y los efectos esperables en el comportamiento del niño. Durante el desarrollo del tratamiento la actuación del terapeuta tiene como objetivo prestar ayuda y poner en práctica los métodos más adecuados para identificar y precisar los problemas infantiles que motivan la consulta, primer paso para evaluarlos posteriormente. Si la Intervención terapéutica se lleva a cabo en el medio natural, como sucede habitualmente, éste es el momento idóneo para que los adultos reciban entrenamiento en las técnicas de registro seleccionadas, al tiempo que se analizan y discuten posibles errores, obstáculos y dificultades surgidas durante el proceso de evaluación de las conductas alteradas.

Tras el planteamiento de los fines a lograr con la terapia y una vez seleccionadas las técnicas más adecuadas según el caso, el terapeuta analiza con los adultos el desarrollo de la intervención a partir de las siguientes premisas básicas:

  1. programar su aplicación atendiendo a los determinantes contextúales y familiares,
  2. consolidar la participación de los adultos y
  3. considerar sus posibles limitaciones para alcanzar los resultados esperados.

Es habitual que los adultos sean los agentes directos responsables de modificar las conductas desadaptadas y mantener los comportamientos adecuados del niño en el medio natural, de ahí que, en esta etapa del proceso, corresponda al experto programar sesiones de entrenamiento específicas con el objetivo de asegurar la aplicación correcta de los procedimientos y técnicas seleccionadas, diseñar actividades encaminadas a alcanzar, a corto y medio plazo, cambios en el comportamiento infantil y a garantizar experiencias gratificantes que permitan la continuidad de la terapia desarrollada. Finalmente, durante la etapa de evaluación y seguimiento de los efectos terapéuticos la actuación del terapeuta profesional se centra en analizar las experiencias y percepciones del cambio que tienen el niño tratado y los adultos implicados, asegurar la motivación de los afectados en relación al mantenimiento de los cambios obtenidos y preparar a unos y otros para afrontar posibles recaídas tras el final de la terapia. Así pues, a modo de síntesis, entre las tareas desempeñadas por el terapeuta en relación a los adultos que participan en los tratamientos infantiles se incluyen programar sesiones de formación y entrenamiento, supervisar la administración de los procedimientos terapéuticos en el medio natural y proporcionar asesoramiento continuado y prolongado.

4. Valoración del efecto terapéutico: ampliación más allá del cambio en la sintomatología inicial y del paciente infantil tratado.

Si bien la evidencia del cambio pre/post-tratamiento de los síntomas y comportamientos anómalos que motivaron el inicio del tratamiento constituye el criterio más consolidado y valorado para estimar los resultados del mismo, resulta por sí solo insuficiente en el ámbito infantil. Como han destacado en los últimos años Weersing y Weisz (2002) y Kazdin (2003) abordar los efectos terapéuticos atendiendo a un único criterio de cambio y mejoría supone limitar el impacto y alcance real que conlleva la terapia infantil, dado que los efectos terapéuticos se expanden más allá de los problemas iniciales que motivaron la consulta, observándose beneficios no programados en otras áreas de funcionamiento del paciente e incluso en sus familias. Por este motivo, cabe preguntarse, tal como proponen prioritariamente Kazdin y Kendall (1998) ¿Cuál es el impacto relativo del tratamiento respecto a la ausencia del mismo?

De este modo, analizar los resultados de las intervenciones terapéuticas en la infancia requiere considerar la mejoría observada en el paciente, en relación a los cambios apreciados en las conductas o síntomas iniciales y respecto a los beneficios destacados en otras áreas relacionadas, así como examinar la repercusión de tales cambios en la familia y el impacto social de los mismos tomando como referencia en este caso distintos parámetros de acceso a iniciativas y medidas sociales. Asimismo, la valoración de los efectos terapéuticos logrados en este campo no alcanza únicamente a las áreas de funcionamiento infantil que, de un modo u otro, pueden verse afectadas, también repercute sobre las fuentes de información consultadas y los contextos en los cuales se obtienen los datos. En definitiva, los aspectos peculiares de la evaluación terapéutica en estas edades se concretan en las siguientes cuestiones:

  1. Valorar los efectos terapéuticos atendiendo al funcionamiento infantil, funcionamiento familiar y parental y alcance social,
  2. Considerar distintas fuentes de información además del propio paciente y
  3. Examinar el impacto del tratamiento infantil en diversos ambientes, esencialmente, en el hogar y en el colegio.

Respecto a la primera cuestión hay que señalar, en relación al paciente infantil, que además de la mejoría apreciada en los síntomas primarios, las investigaciones sobre el tema consideran asimismo, cambios en el funcionamiento prosocial, (competencia social, relaciones entre interpersonales, participación en actividades sociales, etc.) y en el funcionamiento académico, básicamente en los resultados escolares y en el comportamiento del niño en el aula (Kazdin, 1995). Así, en el trabajo realizado por Kazdin, Bass, Ayers y Rodgers (1990), se concluye que en el 84,5% de las investigaciones revisadas se evaluó la eficacia del tratamiento a partir de la reducción de los síntomas que mostraba el paciente al inicio de la terapia, si bien el 18,4% de los trabajos publicados consideró el desarrollo de otras habilidades y el 15,7% examinó además, la conducta prosocial post-tratamiento.

En cuanto a la influencia de la terapia en el ámbito familiar, las investigaciones hacen hincapié en la mejoría observada en los síntomas y / o disfunción parental diagnosticada antes de iniciar el tratamiento infantil, en la calidad de vida, reducción del estrés familiar, etc. Respecto al impacto y repercusión social de la intervención se adoptan como referentes de los cambios asociados al tratamiento los progresos constatados en áreas como participación en actividades escolares, asistencia regular a clases, inclusión en clases de apoyo, reducción de costes sociales, etc. (Kazdin y Kendall, 1998).

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